17.4.13

Poca mecha para tanta dinamita

El viento levantaba el agua.
Saliste del agua rompiendo la superficie, igual que el octavo pasajero de las tripas de Kane. Estabas encogido de frío, tenías los brazos tensos y los puños cerrados, cerrabas los ojos con fuerza. Cogiste una redonda bocanada de aire mientras el pelo aún te chorreaba en la cara. Te tapaba la frente, enredado, brillando como el cableado eléctrico de la ciudad. Cobre. Llamaste la atención a unas cuantas familias que estaban mirando cómo sus hijos se masacraban entre ellos por la dicha de hundir el culo en un flotador de plástico. Me llamaste la atención a mí por llevar zapatos, unas deportivas hinchadas de Fulli's. En ese momento estaba releyendo ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, un ejemplar de 1981 que había comprado por cuatro pavos en el puesto de segunda mano, con la páginas amarilleadas y las líneas subrayadas con lápiz. Escuché el sonido de una ola revolcándose sobre sí misma a destiempo y levanté la cabeza. Y allí estabas tú, emergiendo de pie cual delfín del zoo marino. No te arrastraste, te levantaste erguido y resistente. A la segunda bocanada abriste los ojos. Mirabas a la arena a tus pies. Sé que estabas agotado porque temblabas. Casi imperceptiblemente, pero tus músculos temblaban tanto y tan rápido que noté vibrar la página que sostenía entre los dedos. Probablemente los pantalones con tirantes oscuros que llevabas  también debieron de llamarme la atención, pero solo parecían un bañador demasiado largo. Por eso creo que no te preguntaron nada. Te habían mirado un segundo y al siguiente ya creían haber comprobado que eras solo otro chaval buceando. Y eso pareció indignarte, aunque solo te lo noté en la curva de las cejas. Saliste a zancadas de la orilla. Las deportivas hacían un ruido de succión tan chirriante como los besos de tornillo en los dibujos animados, la arena se te pegaba las piernas y apuesto a que no veías mucho más que las gotas enganchándose en tus pestañas. Entonces el sol brilló como un foco sobre tus hombros y la sal relució. Parecías chispear, una mecha lenta. Pólvora seca y brillante. Pasaste a mi lado y simplemente te rocé la cintura con el dedo índice. Tú giraste la cabeza de golpe y frunciste el ceño preguntándote si habría dicho algo. Te sostuve la mirada un segundo intentando darme cuenta de de qué tenía que darme cuenta. Así que, como ya te habías parado, te pregunté. <<¿Necesitas ayuda?>>.
Bajaste los párpados y relajaste los hombros. Un segundo furioso, un segundo exigente, un segundo triste, un segundo aliviado. <<¿Tienes ropa seca?>>. Sonreí, me levanté y me sacudí la arena de las piernas a manotazos. <<Vamos>>, y me seguiste. Ondeé la toalla, la arena saltó, y te la tendí mientras me agachaba a recoger el libro. Ya tiritabas. Oí ese ruido que hace el hielo cuando le tiras piedras mientras subíamos los escalones, y eran tus dientes. Pequeñitos y cuadrados, me fijé. Olías bien.
El verano no puede oler mal.
Encajé la yema del índice entre los labios y, alegre, te miré de reojo. Salado.

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