9.4.13

Cresta de la ola

A Cresta lo llamaban Cresta por vivir en la cresta de la ola. Había comenzado surcándola a menudo y terminó convirtiéndose en ella. Era un tío guapo, inteligente, poco profundo, amigable, confiado, a veces rudo, simple; y algunas lo habrían descrito también como "adorable". Él había dejado de preocuparse por cómo era después de mirarse en el espejo aquella vez con quince años, definirse escuetamente con un vistazo y una hurgada en la memoria y aceptarse, de golpe, completamente de acuerdo con cada detalle. Su autorretrato no fue cruel, halagador o seco: ni malo ni bueno. Sencillamente era él mismo. Acertó, asintió satisfecho y no volvió a carcomerse la cabeza con el tema.
No tenía grandes ambiciones. No solía estar contento ni triste. Simplemente, estaba. Era un conformista de pies a cabeza; aunque hay que decir que las cosas no le iban mal.
Le gustaba surfear, el mar, el horizonte (una línea recta y firme, simple, sin cambios ni complicaciones), ponerse moreno, los cacahuetes con mucha sal y las mujeres. No soportaba el chocolate ni el azúcar en grandes cantidades, entendía la poesía pero no la compartía, escuchaba swings y música country, llevaba espuma en el pelo y dormía en el trastero de su abuela. Ella no lo sabía.
Su turno en la tienda de ultramarinos era de doce a cinco; Lucas, el camarero portugués del bar de enfrente, siempre tenía su bocata de salmón y queso listo a las tres en punto. Daba bocados demasiado grandes y nunca dejaba de tener hambre. No quiso estudiar una carrera.

"Cresta de la ola". Pues no, no había ninguna Ola para él. Para él estaban todos los granos de arena que surcaban la tierra de un confín a otro, y él lo sabía. Todos esos granos de arena caliente y amarilla acumulándose en dunas llenas de curvas y aire. Todos esos miles y nada más.
Y no, no había ningún grano de otro color, venusiano, raro o más interesante que el resto.
No había ningún amor para Cresta. Y punto.

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